domingo, enero 29, 2006

Vida desgarrada

Las lágrimas caían a cada cuál más deprisa. Toda la fuerza que la había acompañado durante aquellos últimos meses parecía estarse esfumando en cada una de aquellas minúsculas gotas que la dejaban sin ganas de seguir en vida. No era ni mucho menos la primera vez que se sentía desamparada desde escuchar el diagnóstico, pero aún así, cada vez parecía más difícil soportar aquella carga.
Su figura, a contraluz esbelta, se mostraba imponente ante el espejo de la puerta del armario. Desató el batín y dejó que éste se deslizara suavemente hasta llegar al suelo. Cualquiera que la viera en aquel momento pensaría que se trataba de la misma Maite de siempre. Quizás con el pelo algo más rizado e inerte; era normal, una peluca no podía reemplazar a un pelo real aún intentándolo a más no poder. Observó su cuerpo a la vez que una lágrima resbalaba silenciosa por su mejilla izquierda.
Fue en aquel instante cuando se dio cuenta de lo poco importante que era todo lo que la había preocupado hasta aquel momento de su vida. Hubiera deseado cambiar todos los acontecimientos de aquel último año por diez quilos de más, o incluso por tener las piernas llenas de varices. Todo aquello que la había llegado a hacer sentir incomoda consigo misma parecía estar a leguas de distancia en el tiempo. Todo aquello ni siquiera llegaba a tener el más mínimo sentido en su vida actual. ¿Perder diez quilos? Qué más daba ya…
Subió la mano derecha hacia su cara y con un movimiento rápido y a su vez suave, dejó caer la peluca al suelo. Acarició aquella piel tan sensible, como si fuera la primera vez que sentía aquel tacto. Sus sollozos se hicieron más perceptibles y las lágrimas caían como si de un grifo se tratara. La asustaba su propia visión. Se odiaba a si misma: ¿como podía gustarse así si no había llegado a gustarse nunca por unos quilos de más?

Con la habilidad de quien lleva cuarenta años haciéndolo, dirigió sus manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Este cayó al suelo con un sonido seco y escalofriante. Maite dejó ir un leve grito. Sus brazos aprisionaron su torso y cayó derrumbada al suelo. Como si se tratara de una pesadilla, seguía viendo su cuerpo en el espejo aun tener los ojos cerrados. Revivió aquellas visiones que tanto le habían impedido dormir aquellos últimos meses. La planta de oncología del hospital; Carlos llorando al abrazarla; la sala de cirugía dos segundos antes de dormirse por acción de la anestesia; y la visión de su cuerpo desgarrada. Recordaba con exactitud aquella imagen tras levantarse de la camilla del hospital. Su pecho plano atravesado por dos cicatrices. Dos cicatrices que se habían marcado tanto en su piel como en su alma.
Se agarró las piernas y allí acurrucada en el suelo de la habitación intentó evadirse de todo lo que estaba pasando por su cabeza. Su cuerpo trémulo yacía en el suelo casi sin vida y sin aliento. Pasó sus manos por cada uno de los rincones de su pecho. Sus lágrimas seguían cayendo, ahora más silenciosas, para apaciguar el dolor que sentían sus entrañas. Respiró honda y profundamente. Nadie podía culparla por no haberlo intentado. Había sido fuerte durante aquellos meses: por ella, por Carlos.
La puerta se abrió y segundos después Maite notó una mano amiga encima de su hombro. Carlos se estiró y la abrazó por la espalda. Aquellos sufridos meses Maite se había dado cuenta de que Carlos sentía exactamente el mismo dolor que ella; sabía que le dolía verla de aquel modo. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquel abrazo que le dio fuerza para almenos seguir adelante. Por él
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Ligli


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